Israel, Irán y el riesgo nuclear de dejar salir al genio de la botella
Tras los ataques del 7 de octubre de 2023, Benjamin Netanyahu prometió que Israel cambiaría Medio Oriente para siempre. Lo que en su momento pudo parecer una proclama más en medio de la retórica bélica del primer ministro ha tomado forma en los casi dos años transcurridos desde entonces.
El fuego cruzado entre Israel e Irán no cesa; por el contrario, se intensifica. Y con él, reaparece una inquietud que el mundo parecía haber relegado: la amenaza nuclear. La humanidad vuelve a situarse peligrosamente cerca del abismo, a merced de un error de cálculo o de un acto de soberbia política que desencadene un escenario de consecuencias inimaginables.
El momento elegido por Israel no parece casual. Justo un día antes del ataque, el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) advirtió que ya no puede garantizar que el programa nuclear iraní sea exclusivamente pacífico. Paralelamente, avanzaban negociaciones bilaterales entre Teherán y Washington para evitar la militarización del programa. El bombardeo israelí no solo mató a Ali Shamkhani, asesor clave del líder supremo Alí Jamenei e interlocutor directo en ese proceso, sino que socavó gravemente cualquier posibilidad inmediata de avance diplomático.
Netanyahu lleva décadas alertando sobre lo que considera la principal amenaza existencial para Israel: el régimen de Irán. Incluso desde el Congreso de Estados Unidos ha cuestionado abiertamente los enfoques diplomáticos hacia Teherán, como hizo durante la presidencia de Barack Obama, al denunciar el acuerdo nuclear como una vía libre hacia un “holocausto nuclear”. En su visión, solo el colapso del régimen de los ayatolás podría garantizar la seguridad de Israel frente a la amenaza atómica.
Esa lógica encuentra un precedente en el ataque israelí al reactor nuclear iraquí de Osirak en 1981. Netanyahu lo reivindica como un hito estratégico que frustró el programa atómico de Sadam Husein aunque en efecto lejos de desmantelarlo lo empujó hacia la clandestinidad, prolongando su desarrollo hasta que fuera desarticulado tras la Guerra del Golfo y la posterior caída del régimen iraquí.
Esta vez, la ofensiva israelí ha ido más allá de las instalaciones nucleares. Ha golpeado infraestructuras militares, defensas aéreas y a altos mandos del ejército iraní, arriesgándose a desatar una guerra regional que podría arrastrar también a Estados Unidos con las consecuencias que ello podría implicar.
¿Por qué ahora? En el plano interno, Netanyahu busca rehabilitar su imagen tras el ataque de Hamás en octubre de 2023, considerado el mayor fallo de seguridad en la historia de Israel. A nivel regional, la percepción es que Irán atraviesa un momento de extrema debilidad: Hamás, diezmado, pugna por su supervivencia política más que militar; Hezbolá ha perdido influencia en el tablero libanés; y los hutíes de Yemen, pese al acuerdo con Washington sobre la navegación en el mar Rojo, siguen siendo blanco de represalias israelíes. La economía iraní, golpeada por las sanciones, se suma al creciente descontento de su población, especialmente de mujeres, cada vez más alejadas del régimen.
Esta combinación de factores ha alimentado una percepción de impunidad estratégica. Al debilitar a los aliados de Teherán y exponer la fragilidad de su capacidad de represalia, Israel considera que puede atacar sin asumir un costo de relevancia política o militar inmediato. La respuesta iraní sería inevitable, pero limitada en escala y en impacto.
Una segunda hipótesis, más inquietante, contempla que Irán haya estado conteniéndose hasta ahora y, ante esta nueva escalada, decida romper su silencio. Una represalia de gran magnitud podría ir más allá de objetivos militares israelíes y alcanzar centros urbanos, bloquear el Estrecho de Ormuz o incluso apuntar a objetivos norteamericanos en la región.
El conflicto aún es demasiado reciente como para anticipar sus derivaciones, pero hay una certeza que se impone: Israel ha abierto una caja de Pandora. La peor y más plausible respuesta iraní sería abandonar de forma definitiva sus compromisos de no proliferación y lanzarse de lleno a la construcción de armamento nuclear.
Lo cierto es que a la fecha Irán continúa siendo parte del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) y, como tal, aunque no lo haya cumplido, está obligado a declarar todos sus materiales e instalaciones y someterlos a inspección del OIEA. Aunque Israel sostiene que Irán posee ya uranio enriquecido suficiente para construir hasta nueve bombas, no hay pruebas concluyentes de que haya alcanzado la pureza necesaria ni tomado la decisión política de fabricar armas atómicas. Eso es lo que está en discusión.
Contener esta deriva será el verdadero desafío para Washington y Tel Aviv. Si fracasan, la ofensiva israelí no solo no evitará un Irán nuclear, sino que podría precipitarlo. Parece ser el resultado esperable ante un sistema multilateral desdibujado, en el que los llamados a la moderación pierden peso frente a discursos que coquetean con el uso de armas de destrucción masiva.
La salida más viable para evitar que Irán cruce el umbral nuclear pasaría por reimpulsar un acuerdo diplomático. Paradójicamente, ese camino debería transitarse con un Trump que ya calificó el pacto alcanzado bajo la presidencia de Obama como “el peor acuerdo de la historia”, y con una República Islámica profundamente golpeada y humillada. Sin embargo, vale señalar que aunque las relaciones estén fuertemente dañadas, no están muertas.
Israel podría haber ganado tiempo pero no está claro que ese margen sirva para evitar lo inevitable. Más bien podría haber sellado su destino. La incógnita ya no es si Irán tiene la capacidad técnica de fabricar armas atómicas, sino si decidirá hacerlo. En ese caso, ningún ataque preventivo será suficiente para contener las consecuencias. Restará saber, entonces, si el genio ha salido finalmente de la botella. Y si, una vez fuera, habrá alguien capaz de volver a encerrarlo.
La nota fue originalmente publicada en Ámbito Financiero
Daniel Maffey
Analista Internacional (USAL-UTDT)