La era del hartazgo: los nuevos líderes ya no saldrán de los partidos tradicionales

Con los ahorros en mano, decidió por fin arreglar la humedad en ese viejo PH. Contrató primero a un pintor con experiencia, luego a uno más joven y dinámico. Ambos criticaron el trabajo realizado por su predecesor, ambos fracasaron. Cansado y enojado, su conclusión fue sencilla: la experiencia no garantiza resultados. 

Ese hartazgo ante soluciones que no resuelven define y atraviesa hoy a muchas democracias. Los partidos tradicionales, que durante décadas articularon demandas sociales, ya no logran representar ni persuadir. En su lugar, emergen liderazgos extrapartidarios que conectan con sociedades descreídas, saturadas de discurso y desesperadas por un cambio. Cualquiera sea. 

El eje izquierda-derecha, que organizó el debate público durante buena parte del siglo XX, parece ahora insuficiente. Más aún: sus significados se diluyen o se superponen. En su lugar, la contraposición que hoy gana tracción es otra, más visceral en lo discursivo aunque difusa en lo fáctico: pueblo versus élite.

Estados Unidos: laboratorio emocional

El caso de Donald Trump ilustra esta dinámica. Bajo su liderazgo, el Partido Republicano pasó de histórico custodio del orden a pujante fuerza de disrupción. No se trató solo de un giro ideológico, sino también simbólico y narrativo: ante espacios repletos de estrategia y sin contenido, Trump no ofreció complejidad ni programa, sino un relato simple, emocional, capaz de resonar con un electorado hastiado de tecnocracia y moderación.

Si bien la política siempre ha estado atravesada por emociones, lo singular del fenómeno es su sostenida eficacia: Trump, pese al asalto al Capitolio, su confrontación abierta con instituciones democráticas y agendas como la científica o educativa, mantiene un sostenido piso de aprobación que ronda el 40% ¿Cómo se explica ese respaldo? Una hipótesis posible: cuando la ciudadanía se siente excluida de los beneficios del sistema, emerge una pulsión primaria, muchas veces ignorada, que busca no construir, sino destruir aquello que le resulta ajeno.

La paradoja es especialmente visible en Estados Unidos, primera potencia global, pero con acceso limitado a derechos básicos como la salud o la educación. Entonces, la ciencia podrá dar con avances en tratamientos médicos, pero solo para quienes antes pueden costear un seguro. La educación universitaria podría abrir puertas, solo si se acepta endeudarse por cientos de miles de dólares para cubrir el costo de estudiar.

Según datos del U.S. Census Bureau, entre 2019 y 2024, a pesar de un crecimiento sostenido del PBI, ancla discursiva de la administración Biden, los ingresos familiares ajustados a la inflación cayeron y la pobreza aumentó. La macroeconomía y la mejora social ya no están conectados entonces, como advirtiera la congresista Alexandria Ocasio-Cortez: “Si la vida de estas personas no cambia, estamos perdidos. ¿Saben cuántos Trumps nos esperan?”.

El agotamiento como contexto

Pero la transformación no se limita a las instituciones. También afecta al modo en que las personas se relacionan con la información. Un estudio reciente del Instituto Reuters revela que el número de personas que evita activamente las noticias está en máximos históricos. Las causas son diversas: desde la repetición de contenidos hasta la sobrecarga emocional.

Mientras tanto, el consumo se traslada a redes sociales y plataformas digitales, donde los formatos breves, visuales y personalizados tienen mayor llegada que los análisis profundos. En ese escenario, el ocio vence a la información y los primero influencers, luego outsiders, ocupan espacios antes reservados a la clase política tradicional. 

Las nuevas generaciones no ignoran la política, pero la abordan desde otros formatos y lenguajes. Así, la identificación se construye sobre agendas globales como el cambio climático, el racismo, los derechos sexuales o incluso el conflicto entre Israel y Palestina. Si bien los outsiders pueden surgir desde distintos puntos del espectro, hoy es la extrema derecha la que ha sabido construir un relato emocionalmente eficaz a partir del malestar social generando la novedad de nuevas generaciones que es sus ideas se presentan más conservadoras que la de sus padres. 

¿Y después del hartazgo?

Estos nuevos liderazgos no son la causa del desgaste del sistema representativo, sino su síntoma. Emergen allí donde los partidos tradicionales ya no logran comprender el presente ni proyectar el futuro. Critican al sistema en bloque, a la derecha, a la izquierda, a los medios y, a la vez, son amplificados por ese mismo sistema, que encuentra en ellos una fuente constante de atención, viralidad y conflicto.

La pregunta que verdaderamente urge responder no es si los partidos podrán resistir, sino si están en condiciones de reformularse. Porque si el hartazgo sigue siendo el lenguaje común de nuestras democracias, como el presente parece confirmar, el próximo líderazo no pertenecerá a quien tenga el mejor programa, sino quien logre nombrar ese agotamiento con mayor claridad. Con todos los riesgos que ello implica.

La incógnita, por tanto, no es si surgirán outsiders, sino desde qué sistema, o desde fuera de él, lo harán.

La nota fue originalmente publicada en Diario Perfil

Lic. Daniel Maffey

Analista Internacional (USAL-UTDT)

Israel, Irán y el riesgo nuclear de dejar salir al genio de la botella

Tras los ataques del 7 de octubre de 2023, Benjamin Netanyahu prometió que Israel cambiaría Medio Oriente para siempre. Lo que en su momento pudo parecer una proclama más en medio de la retórica bélica del primer ministro ha tomado forma en los casi dos años transcurridos desde entonces.

El fuego cruzado entre Israel e Irán no cesa; por el contrario, se intensifica. Y con él, reaparece una inquietud que el mundo parecía haber relegado: la amenaza nuclear. La humanidad vuelve a situarse peligrosamente cerca del abismo, a merced de un error de cálculo o de un acto de soberbia política que desencadene un escenario de consecuencias inimaginables.
El momento elegido por Israel no parece casual. Justo un día antes del ataque, el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) advirtió que ya no puede garantizar que el programa nuclear iraní sea exclusivamente pacífico. Paralelamente, avanzaban negociaciones bilaterales entre Teherán y Washington para evitar la militarización del programa. El bombardeo israelí no solo mató a Ali Shamkhani, asesor clave del líder supremo Alí Jamenei e interlocutor directo en ese proceso, sino que socavó gravemente cualquier posibilidad inmediata de avance diplomático.

Netanyahu lleva décadas alertando sobre lo que considera la principal amenaza existencial para Israel: el régimen de Irán. Incluso desde el Congreso de Estados Unidos ha cuestionado abiertamente los enfoques diplomáticos hacia Teherán, como hizo durante la presidencia de Barack Obama, al denunciar el acuerdo nuclear como una vía libre hacia un “holocausto nuclear”. En su visión, solo el colapso del régimen de los ayatolás podría garantizar la seguridad de Israel frente a la amenaza atómica.

Esa lógica encuentra un precedente en el ataque israelí al reactor nuclear iraquí de Osirak en 1981. Netanyahu lo reivindica como un hito estratégico que frustró el programa atómico de Sadam Husein aunque en efecto lejos de desmantelarlo lo empujó hacia la clandestinidad, prolongando su desarrollo hasta que fuera desarticulado tras la Guerra del Golfo y la posterior caída del régimen iraquí.

Esta vez, la ofensiva israelí ha ido más allá de las instalaciones nucleares. Ha golpeado infraestructuras militares, defensas aéreas y a altos mandos del ejército iraní, arriesgándose a desatar una guerra regional que podría arrastrar también a Estados Unidos con las consecuencias que ello podría implicar.

¿Por qué ahora? En el plano interno, Netanyahu busca rehabilitar su imagen tras el ataque de Hamás en octubre de 2023, considerado el mayor fallo de seguridad en la historia de Israel. A nivel regional, la percepción es que Irán atraviesa un momento de extrema debilidad: Hamás, diezmado, pugna por su supervivencia política más que militar; Hezbolá ha perdido influencia en el tablero libanés; y los hutíes de Yemen, pese al acuerdo con Washington sobre la navegación en el mar Rojo, siguen siendo blanco de represalias israelíes. La economía iraní, golpeada por las sanciones, se suma al creciente descontento de su población, especialmente de mujeres, cada vez más alejadas del régimen.

Esta combinación de factores ha alimentado una percepción de impunidad estratégica. Al debilitar a los aliados de Teherán y exponer la fragilidad de su capacidad de represalia, Israel considera que puede atacar sin asumir un costo de relevancia política o militar inmediato. La respuesta iraní sería inevitable, pero limitada en escala y en impacto.

Una segunda hipótesis, más inquietante, contempla que Irán haya estado conteniéndose hasta ahora y, ante esta nueva escalada, decida romper su silencio. Una represalia de gran magnitud podría ir más allá de objetivos militares israelíes y alcanzar centros urbanos, bloquear el Estrecho de Ormuz o incluso apuntar a objetivos norteamericanos en la región.

El conflicto aún es demasiado reciente como para anticipar sus derivaciones, pero hay una certeza que se impone: Israel ha abierto una caja de Pandora. La peor y más plausible respuesta iraní sería abandonar de forma definitiva sus compromisos de no proliferación y lanzarse de lleno a la construcción de armamento nuclear.

Lo cierto es que a la fecha Irán continúa siendo parte del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) y, como tal, aunque no lo haya cumplido, está obligado a declarar todos sus materiales e instalaciones y someterlos a inspección del OIEA. Aunque Israel sostiene que Irán posee ya uranio enriquecido suficiente para construir hasta nueve bombas, no hay pruebas concluyentes de que haya alcanzado la pureza necesaria ni tomado la decisión política de fabricar armas atómicas. Eso es lo que está en discusión.

Contener esta deriva será el verdadero desafío para Washington y Tel Aviv. Si fracasan, la ofensiva israelí no solo no evitará un Irán nuclear, sino que podría precipitarlo. Parece ser el resultado esperable ante un sistema multilateral desdibujado, en el que los llamados a la moderación pierden peso frente a discursos que coquetean con el uso de armas de destrucción masiva.

La salida más viable para evitar que Irán cruce el umbral nuclear pasaría por reimpulsar un acuerdo diplomático. Paradójicamente, ese camino debería transitarse con un Trump que ya calificó el pacto alcanzado bajo la presidencia de Obama como “el peor acuerdo de la historia”, y con una República Islámica profundamente golpeada y humillada. Sin embargo, vale señalar que aunque las relaciones estén fuertemente dañadas, no están muertas.

Israel podría haber ganado tiempo pero no está claro que ese margen sirva para evitar lo inevitable. Más bien podría haber sellado su destino. La incógnita ya no es si Irán tiene la capacidad técnica de fabricar armas atómicas, sino si decidirá hacerlo. En ese caso, ningún ataque preventivo será suficiente para contener las consecuencias. Restará saber, entonces, si el genio ha salido finalmente de la botella. Y si, una vez fuera, habrá alguien capaz de volver a encerrarlo.

La nota fue originalmente publicada en Ámbito Financiero

Daniel Maffey 

Analista Internacional (USAL-UTDT)

¿Globalismo o globalización? La urgente necesidad de diferenciar entre aquello que Trump promueve y Milei emula

Desde el retorno de la democracia en la Argentina, una figura para pensar la política exterior nacional es la del mito de Sísifo. La idea consagrada por Albert Camus en este personaje de la mitología griega describe la condena eterna de llevar una enorme roca hasta la cima de una montaña, solo para que, al alcanzar la meta, la roca ruede hacia el pie de la misma, de donde Sísifo debía acarrearla nuevamente.

Las montañas que, desde el tándem Alfonsín-Caputo hasta la tríada Fernández-Cafiero-Solá, han caracterizado este período democrático encuentran en el modelo de Milei un actor que, en línea con su perfil, da cuenta no solo de un mundo que ha cambiado, sino también de un sostenido desinterés en las relaciones con los Gobiernos, contrapuesto con su disposición para vincularse con (algunas) personas.

Para un país que, en política exterior, ha sido constante en anunciar sucesivos regresos al mundo pero que también ha representado continuidades que le han valido un lugar en la arena diplomática, la mimetización plena con los Estados Unidos de Trump indica que la Argentina ha entrado en terreno desconocido.

La más reciente abstención en la Asamblea General de Naciones Unidas ante una resolución sobre el retiro de tropas rusas de Ucrania no solo evidencia ese presente, sino que, además, impacta gravemente en cuestiones de Estado, como el quiebre en la postura sobre el principio de integridad territorial, directamente ligado al reclamo legítimo de soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, así como los espacios marítimos circundantes.

El problema, además del impacto futuro de esta pérdida de un interés nacional fundamental, radica en el Milei de la “batalla cultural”, que acelera disputas ideológicas para mantenerse relevante en una de las tantas agendas públicas globales, colisionando con la interpretación del mundo que el propio Trump propone. 

Una cosa es la globalización, entendida como la interconexión global en términos de mercados, financiamiento, movilidad laboral, etcétera; y otra, el globalismo, que no solo refiere a la pretensión de establecer marcos de regulación y gobernanza supranacional sobre estos procesos, sino también a la reivindicación de actores, identidades y agendas específicas.

Un elemento básico para entender el presente es que la globalización y el globalismo están en entredicho. Esto se debe a que Estados Unidos, quien durante décadas intentó forjar un modelo de globalización como potencia hegemónica emergente tras el fin de la Guerra Fría, está en retirada. Si la globalización y el globalismo iban a potenciar a Estados Unidos, Trump interpreta que no esto no ocurrió.

Trump es antiglobalización y antiglobalismo. Milei, en cambio, es proglobalización y antiglobalismo. Fue precisamente Milei quien presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires “La batalla cultural”, el libro desde el cual Agustín Laje, escritor y asesor del presidente, cuestiona lo que puede resumirse en la Agenda 2030 de Naciones Unidas.

La nueva doctrina nacional que se refleja con más ruido en la intensa e informal agenda de visitas a Estados Unidos; el anuncio, desde Israel, de trasladar la sede diplomática del país a Jerusalén o bien la decisión política de no ingresar a los BRICS, entre otras decisiones, parece pasar por alto un mundo que lidia con una fragmentación geoeconómica y la aceleración proteccionista que Trump propone. 

Esta idea que Milei pregona de que abrir el país a los mercados será garantía de éxito para una Argentina que ha decidido volver a integrarse al mundo no va en línea con un escenario internacional en el que los países buscan fortalecer sus posiciones a través de una pluralidad de alianzas. Así, la Argentina y su política exterior, caracterizada como “rebelde sin causa” desde el PRO y de “aislamiento y marginalidad internacional” desde el peronismo, se cierran al peor de los mundos: dependiente económicamente de China y subordinada políticamente a Estados Unidos.

El mundo ha cambiado, y el interés nacional de un país como la Argentina debiera centrarse en multiplicar vínculos, sin sacrificar, en pos de intereses personales de corto aliento, la relación con sus principales socios comerciales, y mucho menos, a costa de abandonar posiciones históricas en el terreno diplomático.

La nota fue originalmente publicada en Ámbito Financiero

Daniel Maffey 

Analista Internacional (USAL-UTDT)

Alternativa para Alemania, el caballo de Troya con el que Musk busca devorar la Unión Europea

En el último lustro, la oferta electoral de las potencias centrales parece condensarse en la contraposición de modelos que, aunque muchas veces difusos en lo programático, presentan una constante: la irrupción de una alternativa radical, de ultra o extrema derecha, que busca reconfigurar gran parte de lo hasta ahora conocido. Alemania, primera economía de Europa, no es ajena a estos tiempos.

Si bien estos partidos no son una novedad en la vida política (al menos no en la europea), lo singular del proceso es su evolución de actores marginales a protagonistas del sistema político. Las elecciones federales, que definirán la composición del Bundestag y el próximo Gobierno, tienen en Alternativa para Alemania (AfD) no solo al primer partido de extrema derecha con representación parlamentaria desde la Segunda Guerra Mundial, sino también a una fuerza con la capacidad de moldear el destino del próximo canciller.

Esta coyuntura, en una escala más cercana, suma lo que parece ser otra constante en su configuración: el involucramiento (o injerencia) de Elon Musk. Además de integrar el actual gabinete de Trump, Musk es CEO de Tesla y enfrenta en la principal potencia europea un duro revés como el de haber perdido el liderazgo en un mercado clave como el alemán en lo que al patentamiento de autos eléctricos respecta. 

El apoyo explícito de Musk a AfD sintetiza lo que X, bajo el mando de su dueño, mejor sabe hacer: apelar a una emocionalidad predefinida por algoritmos, presentando al electorado una narrativa de “nosotros” y “ellos” que, en el caso de AfD y esta elección federal, opera en tres sentidos: la inmigración y lo foráneo, la tecnocracia multinacional encarnada en la Unión Europea y los cambios en el modelo de la familia patriarcal.

La coyuntura y la cada vez mayor distancia entre los hechos y su alcance, parecerían jugar a favor de esta narrativa. Si bien el colapso de la coalición tripartita que gobierna Alemania desde 2021 ha dejado una economía contraída durante dos años consecutivos por primera vez en décadas, buena parte de la campaña ha estado marcada por el sentimiento antiinmigración que dejó el atentado ocurrido el pasado diciembre en el mercado de Magdeburgo. Aunque el atacante tenía opiniones críticas del islam y había expresado su simpatía hacia AfD, el incidente cristalizó un sentimiento que el partido y el ecosistema digital de Musk promueven intensamente.

Bajo la idea de que “la nacionalidad alemana no debe regalarse”, el partido propone acciones en línea con otros gestos de la ultraderecha de época: abandonar el Pacto Mundial sobre Migración y Refugiados de la ONU, poner fin a la suspensión de órdenes de deportación y promover la Leitkultur (cultura líder), buscando que los valores y la moral considerados “inherentemente alemanes” sean los que se espera que todos adopten. 

Insistiendo con esta premisa de que el país no solo enfrenta un colapso económico, sino también cultural, Musk afirmó que AfD representa “el último rayo de esperanza para Alemania”, planteando, en lo que parece difícil no sea una referencia velada a la memoria histórica del Holocausto y en clave con el reciente éxito del partido entre los jóvenes, que “los niños no deberían ser culpables de los pecados de sus padres, y mucho menos de sus bisabuelos”. 

En un país donde, a ochenta años del Holocausto, los ataques antisemitas han aumentado un 83%, fue la fábrica de Tesla en Berlín precisamente el escenario de una preocupante proyección: la imagen de Musk y su repudiable “saludo” en el marco de la reciente asunción de Trump, fue proyectado y acompañado por la frase Heil Tesla, en una clara alusión al saludo nazi.

A la oferta electoral y la narrativa del proceso, se suma la expectativa del día después. En este caso, como en otros países, bajo la forma de un “cordón sanitario” que los partidos a nivel nacional pudieran generar para contener el avance de AfD y su eventual participación en la coalición de Gobierno. Esto, incluso antes de la elección, parece haber encontrado ciertas fisuras en tanto Friedrich Merz, candidato por Unión Demócrata Cristiana y favorito a ganar la elección, logró recientemente aprobar una moción en el Bundestag con el apoyo de AfD, sembrando dudas entre lo prometido en campaña y lo factible una vez se abran las urnas. 

El 23 de febrero próximo será crucial, no solo para el futuro político de Alemania, sino también para el del bloque. La AfD, gane o no, ya moldea parte de la realidad alemana y, con Musk y la Unión Europea como nueva zona de interés, pareciera estamos asistiendo a la gestación de un mundo diferente, uno en el que, como planteara Gramsci, lucha por nacer. Ahora, claro está, es el momento de los monstruos.

* La nota fue originalmente publicada en El Cronista Comercial 

Daniel Maffey 

Analista Internacional (USAL – UTDT)

Trump, Musk y la era de la egopolítica: liderazgo y poder en tiempos de espectáculo

El mundo nunca estuvo tan habitado. Nunca. En toda su historia. Si bien la caída en la tasa de natalidad es un fenómeno registrado en todo el planeta, en un mundo con más de 8.000 millones de habitantes, las decisiones sobre su destino parecen concentrarse en unas pocas personas y sus personalidades (egos).

El poder de los mandatarios no parece haberse potenciado desde lo formal, pero sí debido a fenómenos como las organizaciones internacionales vacías de contenido, la emergencia de cuadros políticos que perciben la cooperación internacional como una carga y el peso sostenido de las nuevas formas de comunicación. En este contexto, el Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB) anticipa que este será un 2025 marcado por la “egopolitica”.

Las formas de Trump, los tuits de Bukele, las imágenes generadas por IA de Milei. Incluso lo que sea que ocurra en la China de Xi o la Rusia de Putin. Nada pareciera estar atado a un intercambio demasiado profundo entre partes en pos de un futuro de acuerdos y consensos.

Estamos ante un mundo más emocional y menos institucional, donde, a contramano de otros períodos históricos, la desesperanza o el desencanto de los más jóvenes, lejos de movilizar, paraliza. En un 2024 en el que más del 40% del planeta debió concurrir a las urnas, la participación electoral ha disminuido, las elecciones son cada vez más disputadas y la calidad democrática sigue en retroceso.

La irrupción de Elon Musk en la campaña y el nuevo gobierno de Donald Trump personifican las nuevas formas de ejercer el poder. El hombre más rico del mundo, dueño de la plataforma más potente de la sociedad digitalizada, entra en la Casa Blanca como mano derecha del presidente de los Estados Unidos, generando un escenario sin precedentes que desafía las categorías tradicionales de evaluación política.

Musk, quien oscila entre una visión global de cómo deberían ser las cosas en el mundo y cómo deberían ser en relación a él, es un actor internacional que concentra una inmensa cuota de poder, promoviendo una agenda política cargada de intereses privados que muchos gobiernos democráticos aun no saben cómo gestionar.

Esta agenda es parte de un tiempo histórico en el que cada vez más voces desafían el statu quo de democracias en crisis. La antipolítica se consolida frente a partidos tradicionales cada vez más alejados de sus bases. El propio Trump se posiciona como líder de un movimiento que trasciende al Partido Republicano y ha eclipsado la influencia de los referentes históricos del “Gran Viejo Partido”.

Desde hace varios años, somos testigos de un creciente malestar social generado por el debilitamiento del estado de bienestar, las desigualdades económicas y judiciales, mientras organizaciones como Naciones Unidas son incapaces de resolver conflictos relacionados con la paz y la seguridad.

Por otro lado, surgen tensiones propias de una transición en el poder global que pone fin al predominio de Occidente y de Estados Unidos, con Oriente emergiendo como protagonista de un mundo posoccidental. Esta es la primera transición de poder en la historia de la humanidad que ocurre en un escenario con armas nucleares, donde escasean factores moderadores como el multilateralismo, la capacidad de diálogo y la vocación diplomática.

Bajo este panorama, el retroceso de las democracias y la concentración del poder en unas pocas personas parecen ser los rasgos distintivos de los años venideros. El mundo ya ha votado; ahora queda ver qué políticas nos esperan y cómo impactarán las agendas ganadoras, marcadas por las decisiones que unas pocas personas y sus egos consideren.

 

Mg. Daniel Maffey

Analista Internacional y docente (USAL – UTDT)

“¡Bienvenidos a la fiesta!”: Meta y Silicon Valley allanan la victoria de Trump en su cruzada por la libertad de expresión

Un tipo de propagandista especialmente peligroso es el portavoz organizado de una sociedad que existe principalmente para que él pueda expresar sus opiniones sobre algún tema que le interesa (…) Este hombre podría hablar sin parar en la esquina de la calle y nadie le prestaría la menor atención. Así que organiza una sociedad, se hace elegir presidente, consigue un membrete que lleve todos los nombres impresionantes que pueda conseguir y, ¡voilà! habla con autoridad en nombre de la Sociedad Internacional para la Elevación de una Raza Caída.

El artículo publicado hace exactamente 100 años por Edward McKernon en la revista Harper’s demuestra que la desinformación y los peligros de las noticias falsas para la democracia no son algo nuevo. Un siglo después, el reel de Mark Zuckerberg en su cuenta de Instagram no solo aleja esta problemática de una tratamiento, sino que inaugura un nuevo escenario en la antesala del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca.

A través de su CEO, Meta anunció que descontinuará su programa de verificación de datos para los contenidos disponibles en sus plataformas, utilizadas por cerca de 4,000 millones de usuarios en todo el mundo. Lejos de ser sorpresiva, esta decisión, que revierte el programa creado tras la elección de Trump en 2016, representa el corolario de un largo acercamiento hacia las prioridades del expresidente.

El nombramiento de aliados de Trump en el Directorio de Meta y su dirección de asuntos globales, la donación de un millón de dólares para la investidura del republicano el 20 de enero próximo y lo que espera sea un progresivo abandono en los compromisos de diversidad e inclusión, son parte del reacomodamiento estratégico de CEO´s de Silicon Valley que, tal como Zuckerberg, buscan una relación más amistosa con el presidente electo de los Estados Unidos.

“Mark, Meta, ¡bienvenidos a la fiesta!”, exclamó la CEO de X, Linda Yaccarino, celebrando además el desdén con el que Zuck se refirió a los “medios tradicionales”, mascarilla de proa discursiva de su jefe Elon Musk. La fiesta, sin embargo, acoje hospeda lo que Steve Bannon, jefe de estrategia durante el primer mandato de Trump, definió como “inundar el terreno con mierda” en su cruzada contra la verdadera oposición: los medios de comunicación.

De suspender la cuenta de Trump tras el ataque al Capitolio en 2021, calificando los riesgos de permitirle usar la plataforma como “simplemente demasiado grandes”, Zuckerberg y su posicionamiento político reflejan la transición de las big tech de pedir perdón a dejar de hacerlo, incluso cuando parece contraintuitivo. Cuando Trump ganó en 2016, las redes sociales se llenaron de análisis explicativos ante la sorpresa. Esta vez, no. La contundencia en la victoria dejó la tarea explicativa como pendiente solo del Partido Demócrata. 

Donald Trump, que gobernará con el respaldo de un Congreso controlado por el Partido Republicano y un Tribunal Supremo de mayoría conservadora (en el que él nombró a tres de sus miembros), parece tener, en la antesala de su asunción, un éxito político y mediático que eclipsa incluso el hecho de haberse convertido en los últimos días en el primer mandatario en la historia de los Estados Unidos en ser condenado por un delito penal.

La capacidad de sorprender cada día, de ir más allá de la acción o declaración bizarra o abusiva del día anterior con otra, es un poder que poseen todos los autócratas exitosos. Los medios de comunicación y la política occidentales aún son incapaces de lidiar con un recurso que ahora parece encontrará tierra fértil en Meta y sus plataformas para continuar su inundación.

Trump asumirá en un escenario ideal para continuar dominando la batalla por la atención, cumplir su promesa de intensificar los ataques contra el periodismo independiente e instaurar una nueva normalidad. Una normalidad que A.G. Sulzberger, editor en jefe de The New York Times, advirtiera desde las páginas de The Washington Post: “La guerra contra la libertad de expresión también se libra en las democracias”.

* La nota fue originalmente publicada en Ámbito Financiero

Mg. Daniel Maffey

Analista Internacional y docente (USAL – UTDT)

Elecciones en EE.UU: implicancias para el proyecto Milei y el interés nacional argentino

El martes 5 de noviembre, Estados Unidos decidirá el futuro político del país, tanto a nivel ejecutivo como legislativo. La jornada electoral voluntaria definirá, entre otros cargos, al próximo presidente, la composición total de la Cámara de Representantes, un tercio del Senado y las gobernaciones de varios estados.

La elección, como ocurre desde hace ya algunos años, transita bajo un cierto recelo a la globalización y sus bondades, reflejando así un sistema internacional cada vez más fragmentado y con un fuerte rebrote de los nacionalismos y la xenofobia como síntomas políticos centrales.

Parte de este escenario parece responder a lo que Tokatlian presenta como el cierre de un período en el que, a partir de la preeminencia de sus valores, instituciones, reglas, preferencias e intereses, desde finales del siglo XVIII, primero de manera incipiente y luego de modo más acentuado, predominó Occidente. Desde finales de la década de 1970, es posible advertir una transformación notoria en distintas esferas y dinámicas, con Oriente como emergente de un mundo posoccidental.

Bajo este contexto, la lectura del mundo del presidente Milei ha sido, por lo menos, peculiar, en tanto la anunciada “nueva doctrina de política exterior”, junto a la jefa del Comando Sur de EE. UU., Laura Richardson, resalta en numerosas oportunidades el peso específico de los “valores de Occidente”.

La nueva doctrina, una novedad para la política exterior nacional, se refleja en la intensa e informal agenda de visitas a Estados Unidos; el anuncio, desde Israel, de trasladar la sede diplomática del país a Jerusalén; la decisión política de no ingresar a los BRICS; el notorio desinterés en América Latina, solo interrumpido para propiciar ataques personales hacia líderes de la región, y la adopción de posturas contrarias a la agenda 2030 de Naciones Unidas, entre otras decisiones.

Bajo este escenario, el resultado y la dinámica de la elección que definirá al próximo titular de la Casa Blanca se presentan como un aspecto fundamental para comprender las expectativas de la administración Milei y el interés nacional argentino.

Respecto a Trump, existe una evidente afinidad con el presidente Milei, así como un enfoque inédito en la retórica “anti” (China, Rusia, Venezuela, Irán, entre otros) que el mandatario argentino proclama. No obstante, ante una agenda marcada por tensiones crecientes con China, la guerra en Ucrania sin salida y el inestable escenario en Medio Oriente, la atención o interés de los Estados Unidos hacia la Argentina no parece prioritaria.

Frente al debate que da forma a diferentes frentes de la política argentina desde 2018, el respaldo de Trump o Harris ante el Fondo Monetario Internacional parece poco probable. Varios años después del acuerdo firmado por Mauricio Macri, existe un nivel técnico y político en el FMI que se plantea reticente a tener en la Argentina un riesgo sobre su legitimidad como entidad multilateral. 

En clave regional, Anthony Blinken, actual secretario de Estado y línea de continuidad demócrata, presentó “la estrategia de renovación de Estados Unidos”. Orientado a reconstruir el liderazgo norteamericano en un “mundo nuevo”, llama la atención la nula mención de América Latina, algo que, bajo el frente republicano, promete como corolario del primer mandato de Trump, una dureza extrema en lo que a las políticas migratorias respecta. Nuevamente, ni Argentina ni América Latina se presentan como prioridad, no solo para un partido, sino para el interés nacional de los Estados Unidos.

Cobra sentido para la Argentina y la administración Milei el poder definir un interés nacional que hoy figura difuso. El sacrificio de los intereses permanentes en aras de satisfacer los transitorios de un partido o persona es hoy el denominador común de un gobierno que va a contramano de lo que el país necesita y de lo que el mundo ofrece.

Cuando el canciller Guido Di Tella habló de “relaciones carnales” con los Estados Unidos, el mundo había cambiado significativamente. La caída del Muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría y el cierre de un mundo dividido en dos habían dado paso al ascenso de Estados Unidos como potencia hegemónica.

El mundo actual es notablemente distinto, y el interés nacional de un país como la Argentina debiera estar en multiplicar vínculos y no sacrificar la relación con nuestros principales socios comerciales, como lo son Brasil y China, en aras de alinearse con los Estados Unidos, cuando el mundo ofrece mucho más que dos opciones. Además, como señalara el exembajador en Washington, Jorge Argüello, nadie nos exige tanto.

* La nota fue originalmente publicada en Ámbito Financiero

Mg. Daniel Maffey

Analista Internacional y docente (USAL – UTDT)

Elecciones en Uruguay: La democracia modelo de la región, rumbo a las urnas

El proceso que cada lustro situa a la República Oriental del Uruguay frente a la elección de un nuevo presidente suele estar cargado, para quien desde Argentina mira, por la tentación de ponderar la notable historia política de conciliación y transiciones moderadas del país.  

Uruguay no es un caso de extremos, algo inusual para una región con múltiples crisis políticas y sociales que además, como resalta el último reporte de Latinobarómetro, transita una recesión democrática en la que, claro, la Nación charrúa destaca como excepción a la regla. 

Esta tendencia da cuenta de un ritmo marcado por una sociedad amortiguadora donde las disputas son políticas, implicando el diálogo entre los distintos actores del sistema y la ausencia de exabruptos como pasos obligados, algo que llevó al país a ser considerado en 2021 como el menos polarizado del mundo y la democracia más estable de América Latina y el Caribe para 2023. 

Si bien Uruguay no es una isla y también viene procesando una erosión en el recelo tradicional hacia posturas de ultraderecha como puede ser el caso del partido Cabildo Abierto, integrante de la actual coalición de Gobierno y liderado por el exgeneral Guido Manini Ríos, la política sigue siendo central, despertando renovado interés y constituyendo mecanismos de expresión y representación para un país con grandísima identificación partidaria.

De cara a esta elección, en un sistema donde no se permite la reelección inmediata del presidente y se requiere el 50% más uno de los votos válidos para ganar en primera vuelta, el caso parece estar dirigido hacia el ballotage, salida que desde la reforma electoral de 1996 dirimió cuatro de las cinco elecciones nacionales y que revitaliza la figura de lo que el historiador Gerardo Caetano define como los “no creyentes”, esa porción pequeña pero decisiva del electorado uruguayo al momento de definir el comicio. 

En lo que además será la renovación de ambas cámaras del sistema parlamentario y la presencia de dos plebiscitos orientados a permitir allanamientos nocturnos y realizar varias reformas al sistema de seguridad social, el pasado junio contó con las elecciones internas partidarias, dejando una participación del 36%, la más baja desde el año 1999 y evidenciando los nombres de un Uruguay que si bien cuenta con candidatos, la salida de figuras como Vázquez, Lacalle, Mujica o Astori, ha dejado un escenario sin líderes consolidados.

De los 11 partidos que competirán, la elección parece encaminada a dirimir entre el posible regreso del Frente Amplio, espacio que ha demostrado una resiliencia notable luego de su salida del Gobierno tras quince años, y el Partido Nacional, con el presidente Lacalle Pou encabezando la lista de senadores y la expectativa de una primera vuelta que ratifique su liderazgo al interior de la coalición multicolor.

La fórmula del Frente Amplio estará integrada por Yamandú Orsi y Carolina Cosse, exintendentes de Canelones y Montevideo, respectivamente. Por su parte, el Partido Nacional, como símbolo de continuidad política, presenta a Álvaro Delgado, exsecretario de la Presidencia, y Valeria Ripoll, dirigente sindical y panelista televisiva.

Por fuera de los nombres, poco parece haberse ofrecido a la ciudadanía frente a  dos temas muy sensibles para la definición del electorado: las amenazas de la inseguridad pública, por lejos el principal problema registrado en las mediciones de opinión pública de los uruguayos desde hace más de una década y los crecientes indicadores de estancamiento económico, especialmente en el interior del país y fuera de las grandes áreas urbanas de Montevideo y Canelones.

Aunque las elecciones serán competitivas, el Frente Amplio se mantiene favorito en todas las encuestas. Tras su derrota en 2019, no solo recuperó votos, sino que también enfrentó la salida de sus principales líderes históricos, dando muestra de disciplina partidaria tras la celebración de su congreso programático. 

El Frente Amplio deberá disputar el poder a una coalición que centralmente cuenta con dos espacios como el Partido Nacional y el Partido Colorado, ordenadores históricos de la sociedad uruguaya y que, en tiempo presente, han demostrado ser estructuras con un profundo arraigo en la sociedad, dando cuenta de que no en vano han gobernado el Uruguay durante buena parte de su historia. 

* La nota fue originalmente publicada en Diario Perfil

Mg. Daniel Maffey

Analista Internacional y docente (USAL – UTDT)

Brasil, Estados Unidos y las dos caras de cómo hacer frente a un problema llamado Elon Musk

La suspensión de X en Brasil, ordenada por Alexandre de Moraes, no solo destaca el enfrentamiento entre Elon Musk, dueño de la plataforma, y el magistrado brasileño, sino también procesos antagónicos sobre cómo la problemática de la desinformación ha sido abordada en Brasil y Estados Unidos.

Esta decisión, que no es la primera de su tipo, pone de relieve una discusión más profunda sobre uno de los riesgos globales más apremiantes y las diversas interpretaciones de lo que la libertad de expresión es, permite y genera en la calidad democrática de las naciones.

Musk está siendo investigado en Brasil por obstrucción a la justicia, participación en una organización criminal e incitación al delito a través de la causa conocida como “Milicias digitales”, relacionada con los eventos ocurridos en Brasilia el 8 de enero de 2022. El caso, si bien comparable con el ataque al Capitolio en Washington a principios de 2021, da cuenta de resultados legales muy diferentes.

El Tribunal Electoral de Brasil impidió que Bolsonaro se presentara a elecciones durante ocho años por negar públicamente la legitimidad del voto, mientras que está siendo investigado por su presunto papel en la conspiración para un golpe de Estado. Por su parte, la Corte Suprema de Estados Unidos revocó la decisión en Colorado que buscó expulsar a Trump de las elecciones primarias republicanas debido a su papel en la insurrección del 6 de enero.

Por experiencia histórica, resultantes constitucionales y la coyuntura de quienes integran los máximos tribunales de Justicia en ambos casos, la suspensión de X y la figura de Musk explicitan tratamientos muy disímiles del rol de las instituciones en un contexto global donde las grandes empresas tecnológicas han tomado el control de aspectos de la sociedad, la economía y la seguridad que durante mucho tiempo fueron monopolio casi exclusivo del Estado.

Bajo ese escenario, la figura del dueño de X y CEO de algunas de las empresas de mayor valoración del mundo es vital para comprender este contexto. Quizás algunas décadas atrás, el peso económico de quien se debate como el hombre más rico del planeta no hubiera bastado para convertir poder económico en influencia geopolítica. Las cosas han cambiado.

En poco menos de cuatro años, Musk ha alternado entre el apoyo a la tecnocracia y la democracia directa. Aunque no se identifica abiertamente con ninguna corriente, ha roto su neutralidad partidaria, acercándose al conservadurismo reaccionario al calor de su campaña contra el wokismo, una ideología que, en su opinión, dificulta el desarrollo de la civilización humana e incluso pone en riesgo su supervivencia.

La compra de Twitter, más allá de que los préstamos utilizados se consideran el peor acuerdo de fusión-financiación para los bancos desde la crisis financiera de 2008-09, ha funcionado como un propulsor, dejando en menos de dos años confirmadas muchas de las preocupaciones que se plantearon en su momento sobre el impacto que esto podría tener en la calidad del debate en la plataforma.

Moldeando la sección “Para ti” a través de recomendaciones que carecen de un origen claro, restringiendo el acceso a los datos de la plataforma y restableciendo la cuenta de Trump, entre otros hitos, Musk busca consagrar su objetivo de encuadrar a los medios de comunicación como enemigos y confiar en los “periodistas ciudadanos del mundo” que, ya sin moderación de contenidos, pueden ejercer su libertad de expresión a través de X.

Como dueño y usuario, Musk ha convertido a la plataforma en una oda a la desinformación. En lo que es la elección más importante de 2024, ha publicado en dosis diarias una inmensidad de posteos que abiertamente desinforman sobre la campaña en Estados Unidos.

Recientemente, consultado sobre si aceptaría una eventual victoria de Harris, afirmó que lo haría, pero solo si no hay dudas sobre la integridad de las elecciones, algo que, al igual que Bolsonaro y Trump, ha puesto en duda, aduciendo sin evidencia alguna que las máquinas que cuentan los votos y el envío de papeletas por correo, dos características centrales de las elecciones norteamericanas, no garantizan transparencia alguna.

La respuesta de quien en el último año ha profetizado en más de ocho oportunidades una futura guerra civil relacionada con la inmigración como inevitable, es testimonio de una realidad fuertemente mediatizada que, al calor de la desinformación, continúa siendo motor de la polarización social, un riesgo que ojalá no se haga realidad en las próximas elecciones presidenciales de los Estados Unidos.

* La nota fue originalmente publicada en Diario Perfil

Mg. Daniel Maffey

Analista Internacional y docente (USAL – UTDT)

“A 90 segundos de una guerra nuclear”: El reloj del Apocalipsis y la amenaza latente

En el complejo y volátil panorama geopolítico actual, no es suficiente ver el mundo a través del prisma de nuestros deseos o expectativas. Como advirtió Vipin Narang, quien ocupó el cargo de subsecretario de Defensa de los Estados Unidos para Política Espacial hasta hace poco, debemos enfrentarnos a la realidad tal como es, no como quisiéramos que fuera. Este consejo es especialmente pertinente al considerar la creciente amenaza de un enfrentamiento nuclear global, un peligro que se ha intensificado a niveles sin precedentes.

Desde la creación del Reloj del Apocalipsis en 1947 por los científicos del Proyecto Manhattan, este se ha convertido en un símbolo universal de la proximidad de la humanidad a la catástrofe global, utilizando la imagen del apocalipsis (medianoche) y el idioma de la explosión nuclear (cuenta regresiva hasta cero) para transmitir las amenazas que este nueva tecnología representaba para la humanidad y al planeta. 

En aquel entonces, las manecillas del reloj se situaron a siete minutos de la medianoche, indicando la preocupación por un potencial conflicto nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Hoy, ese reloj marca 90 segundos para la medianoche, el punto más cercano a la destrucción global en toda su historia. Este sombrío escenario no es una mera metáfora, sino una advertencia tangible de que no estamos en un mundo inestable sino en un mundo altamente inseguro ¿Las razones? Elegí tu propia aventura.  

La amenaza nuclear se manifiesta en varias dimensiones. La guerra en Ucrania, lejos de resolverse, mantiene viva la posibilidad de que Rusia emplee armas nucleares, especialmente tras la suspensión del tratado New START y el despliegue de armas nucleares tácticas en Bielorrusia. Mientras tanto, las potencias nucleares tradicionales, como Estados Unidos, Rusia y China, están expandiendo sus arsenales, alimentando una carrera armamentista que recuerda los días más oscuros de la Guerra Fría. A esto se suma la proliferación nuclear en regiones como Irán y Corea del Norte, cuyas ambiciones nucleares añaden otra capa de inestabilidad global.

En adición a otras crisis igualmente apremiantes como el cambio climático, agravado por el año más caluroso registrado en 2023, la revolución en las ciencias de la vida y los avances en inteligencia artificial, el diagnóstico nuclear, lejos de ser lejano al presente, tuvo en las últimas horas una preocupante confirmación. 

En un documento clasificado aprobado en marzo, el presidente Biden ordenó a las fuerzas estadounidenses prepararse para posibles enfrentamientos nucleares coordinados con Rusia, China y Corea del Norte. Un duro recordatorio de que quienquiera que preste juramento el próximo 20 de enero en Washington se enfrentará a un panorama nuclear distinto y mucho más volátil que el que existía hace apenas tres años.

Durante la Guerra Fría, el mundo logró evitar un conflicto nuclear a gran escala gracias a esfuerzos sostenidos de no proliferación y control de armamentos. Sin embargo, esa red de seguridad se ha debilitado drásticamente. El tratado New START, el último bastión de la cooperación entre Estados Unidos y Rusia en este ámbito, expirará en 2026, dejando al mundo al borde de un abismo donde no existen límites significativos para los arsenales nucleares estratégicos que ambos países desplieguen. 

La falta de diálogo entre las potencias nucleares y la proliferación de nuevas tecnologías bélicas han creado un entorno en el que el riesgo de un error de cálculo o un acto de arrogancia puede tener consecuencias catastróficas. En efecto, las potencias nucleares son cada vez más numerosas y menos cautelosas. 

Es imperativo que los líderes globales asuman la responsabilidad de revertir esta peligrosa trayectoria y trabajen juntos para restablecer mecanismos de control de armas que puedan proteger a la humanidad de su propia capacidad para autodestruirse.

El Reloj del Apocalipsis no es simplemente un recordatorio del peligro; es una llamada urgente a la acción. Hemos condenado a otra generación a vivir en un planeta que está a un grave acto de arrogancia de ser destruido. Eso debe cambiar.

* La nota fue originalmente publicada en Ámbito Financiero

Daniel Maffey

Lic. en Relaciones Internacionales