Golpe fallido, condena histórica: la caída de Bolsonaro y las lecciones para las democracias del continente

Nunca un expresidente brasileño ni integrantes de las Fuerzas Armadas habían sido juzgados por un intento de golpe de Estado. Hasta ahora. La decisión inaugura un terreno inédito en la historia política brasileña y en la propia trayectoria de la democracia sudamericana.

La Primera Sala del Supremo Tribunal Federal (STF) alcanzó la mayoría que declara culpable a Jair Bolsonaro por cinco delitos contra el orden democrático: tentativa de golpe, abolición violenta del Estado de derecho, daño al patrimonio público, destrucción de bienes protegidos y pertenencia a una organización criminal armada. En conjunto, las acusaciones podrían traducirse en hasta 43 años de cárcel y serán determinadas por parte de los cinco ministros del Tribunal. 

El fallo no lo afecta en soledad. Siete de sus excolaboradores más cercanos, entre ellos ministros y militares de alto rango, fueron declarados responsables de delitos similares. La sentencia marca un antes y un después en el vínculo entre poder político y justicia en Brasil. Desde 2019, el STF estableció que una condena solo puede ejecutarse una vez agotados todos los recursos. Esa decisión fue vital para que ese mismo año Luiz Inácio Lula da Silva recuperara la libertad y reingresara al tablero electoral.

Bolsonaro, de 70 años, recibió la noticia desde su residencia en Brasilia, donde cumple arresto domiciliario por violar medidas cautelares. Su pasaporte fue confiscado, porta una tobillera electrónica y ya se encontraba inhabilitado para competir hasta 2030. El destino de su carrera política parece así sellado, aunque en un país marcado por giros abruptos y alianzas volátiles, el futuro nunca es lineal.

La coyuntura agrega un elemento paradójico: mientras Lula da Silva explora la posibilidad de presentarse a un cuarto mandato en 2026, la suerte judicial de Bolsonaro puede condicionar la coalición que sostiene a su gobierno. El expresidente conserva un núcleo duro de apoyos en sectores empresariales, militares y en los estados más ricos del país: São Paulo, Río de Janeiro y Minas Gerais, precisamente, aquellos que buscarán impulsar una amnistía sobre los recientemente condenados. 

La narrativa del victimismo, a la que Bolsonaro recurrió desde que se le prohibió competir, podría intensificarse si la prisión efectiva se concreta, con capacidad para avivar una polarización ya crónica. El 7 de septiembre último, Día de la Independencia, fue un recordatorio: las calles se poblaron de consignas tanto en defensa de la democracia como en apoyo a quien intentó socavarla.

Washington y Brasilia: dos rutas divergentes

La comparación con Estados Unidos resulta inevitable. Dos democracias presidencialistas consolidadas, con tradiciones electorales firmes, vieron a sus presidentes en funciones y aspirantes a la reelección cuestionar la legitimidad de las urnas incluso antes de los comicios. Ambos discursos desembocaron en episodios de violencia política: el asalto al Capitolio en enero de 2021 y la invasión de las sedes de los poderes en Brasilia en enero de 2023.

Sin embargo, los caminos judiciales fueron diametralmente distintos. En Estados Unidos, la Corte Suprema bloqueó la posibilidad de excluir a Donald Trump de las elecciones mediante la Sección 3 de la Decimocuarta Enmienda, que prohíbe ejercer cargos a quienes participen en una insurrección. La decisión evitó pronunciarse sobre el fondo, si Trump fue o no responsable de una insurrección, y se concentró en la cuestión procedimental: solo el Congreso, no los tribunales estatales, puede aplicar esa cláusula.

Brasil, en cambio, cuenta con un marco legal como la Ficha Limpia, que inhabilita de manera automática a quienes han sido condenados por delitos graves. Allí donde el sistema estadounidense privilegia la decisión política del Congreso, el brasileño otorga al poder judicial un rol más incisivo en la regulación del acceso a cargos electivos.

La sentencia del STF no solo parece clausurar una etapa de la vida política de Bolsonaro, sino que también reabre el debate sobre el alcance de la justicia en regímenes democráticos. En Brasil, el poder judicial ha actuado como un actor político decisivo: encarcelando y luego permitiendo el regreso de Lula, luego al inhabilitar a Bolsonaro y ahora al marcar los límites de lo tolerable en una democracia amenazada.

En un continente atravesado por crisis institucionales recurrentes, el fallo del STF no solo clausura la etapa Bolsonaro sino que también lo trasciende, enviando un mensaje a toda la región. En tiempos de desinformación, discursos de odio y tentaciones autoritarias, la lección es inequívoca: ningún líder, por poderoso que sea, o haya sido, está por encima de la democracia ni de la ley.

 

Daniel Maffey

Analista Internacional (USAL-UTDT)

 

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